El sábado antepasado fuimos a Tampico. ¿Misión?, talacha en casa de Malena y Bedil. Llegamos como a las cinco de la mañana. Al encender la luz se hizo un corto por tanta humedad. Como no hay muebles, todos a dormir al piso. Acostada, me quedé viendo, por la puerta de mi antiguo cuarto de estudiante, la ventanita que da al patio baldío; sentí raro amanecer de nuevo bajo ese techo que tanto tiempo me amparó.
Horas después, nos despertaron Gris y su hija. Años de no vernos. Gris vivía a la vuelta de la esquina; ella tenía 16 y yo 14, y era y sigue siendo una mujer con una sonrisa tan fresca y un carácter desenfadado, pese a todo lo que ha vivido. Ella iba a casa (estuvieran mis hermanos o no) y yo devolvía las visitas, sólo que ahora me dice que yo era una miedosa, pues como su hermano preguntaba por mí, iba cuando no estaba él. Recuerdo también que cantábamos canciones de Montaner y nos contábamos cosas tontas. Por cierto, su hija es muy, muy linda- en todos años que no vi a Gris, lo primero que venía a mi mente al pensar en ella era su nariz respingona y su risa-; tiene 19 años, se me hace tan increíble que a esa edad Gris se haya casado sorprendiéndonos a todos.
Para no hacer largo el cuento, en este verano en Tampico Gris se convirtió en nuestra anfitriona, y esto de la faena en la casa, se volvió casi una tertulia, pues luego de jalar y cargar sacos llenos de escombro, bebimos cervezas en la azotea. Nos invitó a su casa, y también a la Ribera, en Tampico Alto, donde pasamos un hermoso atardecer frente a la laguna de Tamiahua, después de comer truchas frescas y cocinadas por su amigo Sergio. Una vuelta en lancha, un tenderse como largatijas en el muellecito o bajo las palmeras, no era lo que estaba en nuestros planes. Hay noticias buenas e inesperadas, y una de ellas fue el reencuentro con Gris.
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