Aquel 10 de enero de 1989, mis compañeros y yo nos encontrábamos en el aula de 1º “A” de la Facultad de Derecho de la UAT. Si mal no recuerdo transcurría la tercera clase cuando de pronto escuchamos un estruendo de helicópteros -algo inusual si contamos que se trataban de helicópteros Hércules-; miramos hacia las ventanas. Comenzaron a correr como ríos rumores y conjeturas. Pronto terminó la hora y subí al segundo piso para entregar mis fichas de trabajo a la maestra de Metodología. Recargada en la barandilla, miré hacia el patio: aquí y allá, grupitos de alumnos y catedráticos comentaban lo ocurrido. Vimos entonces a Gastón, el porro, estacionar su coche y descender de él, andaba vestido con lo primero que halló a la mano y eso sí, calzaba chanclas. Cruzó la explanada -donde se encuentra el monumento a Juárez- hacia la Dirección. Para esto, por el de boca en boca, ya todos sabíamos de la captura de La Quina, y la actitud de Gastón me pareció en ese momento salida como de una escena de película donde los personajes quieren salvarse de la mordida de los vampiros y no hallan más campo de salvación que el camposanto, sólo que acá se trataba del campus autónomo universitario y los colmillos de los que deseaba huir Gastón eran los de Gutiérrez Barrios y Salinas.
Fui a casa a ver qué decían en las noticias locales. En el noticiero, Núñez de Cáceres dijo que se habían llevado a la Quina con lujo de violencia; no se le volvió a ver al día siguiente ni en los que siguieron. Luego corrió el rumor de que lo habían llevado a Gobernación. Volvió sedita.
Fui a casa a ver qué decían en las noticias locales. En el noticiero, Núñez de Cáceres dijo que se habían llevado a la Quina con lujo de violencia; no se le volvió a ver al día siguiente ni en los que siguieron. Luego corrió el rumor de que lo habían llevado a Gobernación. Volvió sedita.
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