Estoy en la sala de cómputo de la USBI. Es un gran placer leer en la sala 3, junto a la ventana, y alzar la vista del libro para posarla en seguida en los árboles de las lomas, en la neblina que apenas se va dibujando. Hace falta un cafecito, pero bueno..., en algo he avanzado.
Claro que voy a pagar por estas horas de regocijante investigación y lectura. En la casa me esperan deberes.
Tengo que decir aquí que antier, mientras pintaba en el patio trasero una reja de madera, los niños estaban en el cuarto, y a pesar de que les había comprado pliegos de papel, dos resistoles, y una tijera para que se entretuvieran y no anduvieran detrás de mí, poco les duró poco el entusiasmo en recortar y pegar, y JC mejor se puso a jugar en la compu y Adriana, dándome la espalda, pintaba algo sobre una mesita de madera. En un echarles el ojo, me llamó la atención verla tan quietecita, y que me miraba por el rabillo de ojo.
-¿Qué haces, Adriana?-le pregunté. Y sin esperar que me contestara, miré bien a Juan, y en su cabecita se distinguía un buen trecho de cabello trasquilado.
Le di la vuelta a Cocu, y ¡ah!, tenía en su poder la tijerita y había recortado también su fleco. La historia volvìa a repetirse. ¿Se acuerdan, Malena y Chucho, cómo les servimos sus hermanos menores, para que fungieran como aprendices de estilistas, en aquella mañana lluviosa, mientras mi mamá hacìa sus labores?
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