Thursday, February 19, 2009

Este mes me gusta por muchas razones. El aire cálido despierta los sentidos. No hay como recorrer en madrugada la carretera Tihuatlán-Alamo, y aspirar el dulce olor de los azahares cítricos.

De niña me gustaban unas plantas que crecían en el patio. Daban flores blancas, rosas y amarillas que se abrían al atardecer y emanaban una rica fragancia. Sus semillas eran como negras y sólidas granadas en pequeño, y la textura de las hojas que las encubrían, aún verdes y tiernitas, era como de terciopelo. Hoy sé que su nombre científico es mirabilis, y que algunos las llaman Dondiego de noche, Four o´Clocks o Cuatro en punto.

Año con año en la facultad de Derecho de la UAT, unas minúsculas flores silvestres, blancas y con centro amarillo, crecen entre las baldosas, en los patios y campos. No puedo sino recordar cómo Ada, una vez que me platicaba de un capítulo muy triste de su vida, tomó delicadamente una de esas flores entre sus dedos y la hizo girar al ritmo de lo que contaba. Ada tenía una belleza tipo Isabella Rossellini, y creo que era tan ajena a su belleza, y tan natural como esa flor.
En la tapa de mi libro de derecho penal conservo aún una flor. Cuando la pegué con cinta, sabía que aparentemente no casaba y menos con esa materia que me interesaba también, sobre todo en lo que correspondía a la tipificación. Es un símbolo de esa constante en mi vida.
Aquí en Xalapa, he visto unas flores parecidas. Crecen en los jardines de la dependencia donde trabajo. Cuando escribo en alguna mesa del comedor, me gusta a veces levantar la vista y mirarlas.


En el patio de la casa y a borde de calle brotan unas flores silvestres amarillas que Madame suele cortar y acomodar en sus trastes. Son placeres gratuitos.

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